La ciudad escribe, sobre sí, para sí, por sí
misma.
Nosotros, tomamos la pluma.
Quién escribe, lo hace con o sin cursos de
literatura, con sin talleres de redacción, con o sin diálogo sobre la
literatura que otros hacen, con más o menos
libros de lo otros escriben, con más o menos conocimiento de la gramática y
la ortografía.
Y por si esto fuera poco, quien escribe, lo
hace, con o sin la menor claridad sobre las razones por la que se escribe (si es que en el fondo,
allá, donde se toman las decisiones personales, hubiera que justificar para sí, el acto de escribir).
Así que no queda sino aceptar que quién escribe lo hace (o lo puede
hacer) desde su necesidad, o su necedad,
desde su urgencia o su nostalgia, desde de pasión o su locura, desde su memoria
o su imaginación.
Lo que parece un elemento común, ( ya pareciera
que lo único que se comparte) es que quien escribe lo hace solo. Como en muchas
artes, la literatura es un acto de confrontación personal; quien escribe, se
refleja, se desnuda, se libera, se narra, se escribe, se discursa , y se lee tal y como es. De esta confrontación
con uno mismo, se puede desprender que escribir,
entonces, no es para los que pierden las
batallas contra el miedo, el pudor, la
claridad, el amor, el olvido.
Escribir
no hace héroes, hace seres humanos. Seres humanos en construcción permanente. Pero no es lo
mismo construirse a sí mismo en libertad – esa libertad requerida para enfrentar
el salto al vacío – que vivir silenciando las voces de la
propia consciencia, de la memoria, del
dolor, del deseo.
Sin embargo, la creación literaria, para
no ensimismarse (para no convertirse en
un monólogo que se alimente de su propio eco)
de tiempo en tiempo, requiere
levantar la vista, mirar alrededor, reconocer el entorno ( lo mismo la calle,
que los parques , los mercados y las tabernas, los barrios y las ciudades); escuchar (oír, leer) otras voces, conocer
otras historias, comparar memorias, delirios, temores, terrores; descifrar lenguajes.
Toma no se cuantas noches de insomnio ambulante,
reconocer el lenguaje de la
calle, del barrio, de la ciudad.
Es indudable que quien escribe lo hace para sí, pero también lo hace, desde el para sí de la ciudad, de la humanidad de la
que forma parte. Lo hace desde su
irrevocable presente, desde la –
angustiosa o gustosa - libertad y responsabilidad que comparte con todos los humanos que le rodean.
Porque si bien cada poeta, cada narrador en cada texto se construye (o
reconstruye) a sí mismo, junto con él,
se edifica la humanidad entera. Cada poema
escrito enriquece el acervo humano.
Escribimos, y somos poetas que nos relatamos a
nosotros mismos.
Escribimos, y somos la ciudad que se escribe a sí misma. Somos sus
sílabas, somos sus palabras, somos su
lenguaje, somos quienes la narran.
Escribimos, y somos la ciudad escribiéndose, a sí
misma.