Insospechadamente su voz, su aroma acechan; el sonido de sus pasos bastan, su
sombra cruzando un pasillo, un número que reconoces en el celular, su rostro que mira el menú de un café en un
invierno inasible.
Una noche,
la encontraste ahí, en medio de
un café cualquiera. Desde la distancia
te enredaste en sus cabellos y te tomó
dos tazas de café salir de ellos, solo para ser atrapado por el momento en que
ella miraba la noche. De esa imagen, aun
no escapas.
Porque
uno, hombre sale a jugar con el
mundo, esgrimiendo el deseo de domarlo, dominarlo, conquistarlo, hacerlo suyo.
Entonces uno usa sus mejores armas (siempre es una batalla,
una guerra, un lucha) contra los malosos, los virus, los otros, los emisarios
del pasado, los representantes de la reacción, la incivilización, los misterios
el universo, los entretelones del tiempo. Así pasamos nuestras horas del día, midiendo nuestras fuerzas,
logrando acuerdos, negociando tiempos, creyendo poner orden den las cosas, en
fin.
Y mientras nosotros duro y dale con obtener
siempre la máxima ganancia, la victoria pírrica, un ápice de poder, el día, del
que no hacemos sino una arena, con sus
horas, se agota, se acaba.
Para
que finalmente llegue, como es irremediable que lo haga, la noche. Entonces
volvemos a donde nuestro cuerpo reclama, a donde nuestra sangre tiene reposo, a
donde nuestra alma dialoga en silencio.
Volvemos entonces a la mujer. Necesario
retorno a la oscuridad de sus cabellos, a la única verdad guardada en fondo de
sus ojos, a la voz del infinito que nos susurra al oído bajo su piel; piel que
es el irremplazable lecho que da reposo a nuestro cuerpo.
Volvemos al único misterio de la vida que
resolvemos poco a poco, (noche a noche) siguiendo los caminos de su aroma,
encallando en su cintura, escuchando las palabras que se escapan de sus manos, guardando
nuestro nombre entre sus brazos.
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