¿De que esta hecho el amor?, ¿cuales son sus aromas – de
dónde surgen, cómo gotean, cómo se escurren, cómo impregnan otra piel-, cuáles son sus colores, sus sabores, dulces, como frutas
de temporada, salados, de oleajes, que como náufragos bebemos hasta el delirio;
sus infinitas texturas, de nube, de río
violento, de madera ardiente; sus lenguajes – de voces, de gestos, de
presencia, de silencio?
Ahora él se encuentra recostado en el pecho de ella. Cuanto
se dicen en silencio. Una mano de él busca y encuentra la mejilla de ella, mientras
con la otra la abraza pasando su brazo
bajo su cintura.
Es decir, cuando uno se enamora, ¿de qué se va
enamorando?
Los brazos de ella lo apresan y le dicen, de piel a piel,
este es tu hogar.
El amor es como
una vasija, de inicio vacía, a donde se van acumulando paulatinamente gestos,
breves sonrisas, algunas palabras, caricias cuyo remitente poco a poco, es
decir, día a día, noche con noche, hora tras hora se va haciendo familiar.
Ella deposita su mano sobre la espalda
de él. Y en la sola manera de hacerlo, él sabe
que la mano es de ella y de nadie más. Es su mano. Como si en cada uno
de sus dedos hubiera (de hecho la hay ) una marca, un signo, una cifra que
lleva el nombre de ella. Es la mano de ella con su tibieza, su textura, el
movimiento lento de sus dedos. La mano de ella arriba a una piel que poco a poco le ha sido conocida, que se hizo, se acomodó a su presencia
No, el amor no es una costumbre, pero acaso ¿no se acomodan entre ellos, la precisa forma en que él la mira, el sabor
de ella cuando la besa, el aliento de él
cuando su cercanía, el aroma de ella después del amor? Por que una cosa es el
amor, ese concepto abstracto del que se habla lo mismo en volúmenes de filosofía
que de literatura y otra cosa es enamorarse
de ella.
De ella.
Cuando él llega, ella ya lo espera. Durante
lo que han parecido horas, la ha imaginado largamente, con esa mezcla de
ansiedad, deseo, de pasión enternecida. Cuantas
veces durante el día se ha visto a sí
mismo abriendo la puerta, encontrándola (esperándolo), casi ha sentido sus brazos rodeándolo mientras humedece sus labios ( por ahora inutilmente )
ante el beso imaginado.
No, nada sabe uno del amor, hasta enamorarse de una
mujer.Una mujer que llega a nuestra vida
quizá sin que uno se de cuenta, sutilmente se ha instalado en nuestra
existencia, hasta que de pronto, sin poder explicarnos como, es imprescindible.
Con ella aprendió a amar.
El tuvo
que reconocer la ignorancia de sus manos, la torpeza de sus palabras, la
inutilidad de sus labios en los asuntos del amor.
Ella le enseño el lenguaje, su lenguaje del amor.
El aprendió de los signos que ella dejaba
caer en el camino para amarla.
La boca de él la ha recorrido, probado,
bebido, la ha mordido dolorosa y
dulcemente mientras ella con breves
lamentos le señaló, donde, cuando, como. Ahí ,ahora, así. Entonces el
aprendizaje de las manos, pero también el de los ojos , el de las palabras, de
los silencios.
Poco a poco aprendió a amarla. Amar a una mujer toma
tiempo, una incendiada paciencia.
O quizá enamorarse
no sea cosa de tiempo. En una de estas
es otra cosa.
Igual el amor está hecho de llamadas inesperadas, de
besos indescifrables, de palabras breves y contundentes (sí, ya, tu, ajá, ven )
, de silencios indispensables, de caricias como bálsamos, de humedades que corren como incendios.
Quizá enamorarse
es darle la bienvenida al otro. Hacerle un lugar en nuestro propio cuerpo para
vivir.
Acostumbrarnos a esos hábitos, gestos que su amor
deposita en nuestra vida.
No, para la
ausencia, para la soledad, para la nostalgia
no hay manera de prepararse, nada
nos vacuna contra el dolor de la partida, nada ni nadie nos inmuniza
contra la separación, no se puede
aprender a vivir sin ella. Nada de tu
amor me pudo acostumbrar a vivir sin ti.
El respira hondo. Permanece recostado en el pecho de ella. Su mano sigue
recorriendo el rostro que sus manos y su
mirada saben de memoria.
Ella le dice con una tibieza que se escurre de sus labios, “te quiero
tanto”. El se aprieta contra su piel mirándola sin mirarla, hablándole sin
hablarle, mientras se acomoda en la piel que reconoce como su hogar.