sábado, diciembre 21, 2013

El tiempo que viene


Prendo la computadora.
De tiempo en tiempo recuerdo el tiempo en que escribir era sacar la máquina portátil, ponerla sobre la mesa del comedor, ponerles las hojas sándwich (con el papel carbón en medio), ajustarles horizonte, la línea media. Luego teclear con esa mezcla entre firmeza y pausa,  cuidando el error (era un monserga corregir los errores, corrector en ambas hojas). Recuerdo. Aún tengo artículos de esos  ayeres. Tiempo. No recuerdo donde quedó la Olivetti, y trato de recordar el hombre que la usaba.
Cotidianidad.
Escucho en el reproductor de discos compactos el Cello  bajo el dominio absoluto  y esa misteriosa sensibilidad (el arte siempre será un misterio ) de  Pablo Casals.
Casals. Mucho antes  que Yo Yo Ma, antes que Rostropóvich, antes que Sara Sant Ambrogio. Todos  después de Bach.
Esta es mi Cotidianidad. Computadora, lap top, discos compactos, los portales de la red con música inimaginable. De radio  de transistores a la omnipotente red.
Este es el tiempo que me tocó vivir.

Nací en 1955, en julio, en domingo, a las 10 de la mañana. Tengo (claro) 58 años y el reloj sigue (tic tac) corriendo. A estas alturas  se han acumulado en un servidor una buena cantidad (y calidad) de gustos, peculiaridades, obsesiones, delirios, querencias. La música, la literatura, la Historia. Los hombres y los pueblos somos entes históricos,  nuestra memoria para nuestro bien y  nuestro mal va con nosotros, vive con nosotros, es nosotros, quizás, no quizás,  es un hecho,  nos sobrevive.

Hoy hago radio una noche por semana y me recuerdo a los 4, 5, 6, 7 años  escuchando un programa de radio matutino que transmitía la XEW en la ciudad de México.
Yo tenía seis años, asistía a la primaria a unas escasas cuadras del Parque de Beis Bol del Seguro Social. Ahí jugaban Los Diablos y Los Tigres. En aquel entonces,   era el Barza y el Madrid, el Bocca y el River, el Millan y la Juve. Batallas campales.

Hoy de tiempo en tiempo miro por la televisión el estadio de ciudad universitaria, y me recuerdo en medio de sus gradas, me miro en él, me siento  él. Tengo siete, ocho, nueve años y mi papá me lleva a los juegos donde el Atlante (¡ Ah por que mi papá el Atlante y Horacio Cazarín y luego el Manolete Hernández, y Rafael “el wama ” Puente); y ya instalado en el recuerdo, los camiones a la salida del estadio de C.U. primero, y el “Azteca” después en mañana de domingo para luego  llegar a casa de mi abuela Elena a donde mi mamá y mis hermanos  y mis  tíos y  primos  compartíamos la barbacoa reglamentaria del domingo. Hoy,  50 años después,  basta una imagen, el pase de Xavi a Iniesta, la pelota en los pies de Messi, para detonar el recuerdo de las tardes de futbol con mi papá en el “Azteca”.

Somos nuestra historia. De ello no me cabe duda. Como también somos nuestra decisiones de cambio, nuestras revoluciones internas o personales, nuestro ejercicio de la libertad, nuestra imaginación.

Esta manía por la historia, por el recuerdo,  desemboca irremediable de tiempo en tiempo en alguna nostalgia, sin embargo es una realidad que estas imágenes, estas voces de ayer, en particular en los momentos difíciles  me han ayudado a recuperar o redefinir el sentido de vida  de  este hombre que ahora soy.

Claro que hay nostalgias para todo. A esta edad, hay mucho que rememorar. Rememoramos lo que recordamos, lo que sabemos está ahí, en el baúl de las historias recordadas y las olvidadas (porque ero no faltan sorprendentes asaltos a la razón cuando aparecen, de quién sabe dónde, recuerdos perdidos, historias que creíamos olvidadas, nombres, lugares, rostros que no tenemos la menor idea de dónde estaban y que nos regresan fragmentos, capítulos enteros de nuestra historia). Rearmamos el rompecabezas. Nos rearmamos a nosotros mismos.

Reaparecen entonces, viejos amigos, noches que se despliegan ante nuestros ojos recordándonos su existencia, canciones que musicalizaron nuestros primeros amores (y los segundos , los  terceros, los  cuartos),   libros que despertaron nuestra primera imaginación, conciencia o nuestra indignación.

Me doy cuenta, entonces, que en realidad no hay olvido. Hay cosas mal acomodadas. Recuerdos que no sabíamos dónde los habíamos puesto, pero cualquier día, cualquier tarde, como suele ser en nuestra cotidianidad, buscando otra cosa, es que aparecen. Es entonces cuando nos asaltan 20, 30 años de nuestra historia.

Es entonces que miramos las cosas desde cierta distancia, y la vida, ese absurdo de horas y horas, parece cobrar sentido, aparece cierto orden. Algo entendemos.





Algo.
Entiendo por qué no me saben igual los bisquets de ahora, que los que comía  en el café de Chinos de Álvaro Obregón; por qué tiene su encanto el LP sobre  ituns;  por qué el Atlante a las 12 de domingo en el Azteca; por qué la barbacoa en casa de la abuela Elena ; por qué el mar de Veracruz y el café de La Parroquia no son sustituidos por el mar de Ensenada; por que la Olivetti tiene ese ascendente sobre esta lap top.

Algo entiendo.

No entiendo los feminicidios;  la masacre ecológica; la depredación de la esperanza; la creciente soledad humana;  el cinismo de la clase política;  el desprestigio del amor; la actual pobreza del espíritu humano; el exceso de ruido; la prisa por llegar a ningún lado; esta premura por morirnos en vida.      

Pero, qué quieren, sólo tengo 58 años, muy joven para entender estas cosas; o demasiado viejo para acomodarme al cinismo.


Viene más vida por delante, el tiempo que viene será (como siempre) un bello misterio tan indescifrable como absurdo,  que me tomará, uno nunca sabe, escribiendo, tomando un café o mirando jugar al Barza. 

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