Prendo la computadora.
De tiempo en tiempo recuerdo el tiempo en que escribir era sacar la
máquina portátil, ponerla sobre la mesa del comedor, ponerles las hojas sándwich
(con el papel carbón en medio), ajustarles horizonte, la línea media. Luego
teclear con esa mezcla entre firmeza y pausa,
cuidando el error (era un monserga corregir los errores, corrector en
ambas hojas). Recuerdo. Aún tengo artículos de esos ayeres. Tiempo. No recuerdo donde quedó la
Olivetti, y trato de recordar el hombre que la usaba.
Cotidianidad.
Escucho en el reproductor de discos compactos el Cello bajo el dominio absoluto y esa misteriosa sensibilidad (el arte siempre
será un misterio ) de Pablo Casals.
Casals. Mucho antes que Yo Yo
Ma, antes que Rostropóvich, antes que Sara Sant Ambrogio. Todos después de Bach.
Esta es mi Cotidianidad. Computadora, lap top, discos compactos, los
portales de la red con música inimaginable. De radio de transistores a la omnipotente red.
Este es el tiempo que me tocó vivir.
Nací en 1955, en julio, en domingo, a las 10 de la mañana. Tengo
(claro) 58 años y el reloj sigue (tic tac) corriendo. A estas alturas se han acumulado en un servidor una buena
cantidad (y calidad) de gustos, peculiaridades, obsesiones, delirios,
querencias. La música, la literatura, la Historia. Los hombres y los pueblos
somos entes históricos, nuestra memoria
para nuestro bien y nuestro mal va con
nosotros, vive con nosotros, es nosotros, quizás, no quizás, es un hecho, nos sobrevive.
Hoy hago radio una noche por semana y me recuerdo a los 4, 5, 6, 7
años escuchando un programa de radio
matutino que transmitía la XEW en la ciudad de México.
Yo tenía seis años, asistía a la primaria a unas escasas cuadras del
Parque de Beis Bol del Seguro Social. Ahí jugaban Los Diablos y Los Tigres. En
aquel entonces, era el Barza y el Madrid, el Bocca y el River,
el Millan y la Juve. Batallas campales.
Hoy de tiempo en tiempo miro por la televisión el estadio de ciudad
universitaria, y me recuerdo en medio de sus gradas, me miro en él, me
siento él. Tengo siete, ocho, nueve años
y mi papá me lleva a los juegos donde el Atlante (¡ Ah por que mi papá el
Atlante y Horacio Cazarín y luego el Manolete Hernández, y Rafael “el wama ”
Puente); y ya instalado en el recuerdo, los camiones a la salida del estadio de
C.U. primero, y el “Azteca” después en mañana de domingo para luego llegar a casa de mi abuela Elena a donde mi
mamá y mis hermanos y mis tíos y primos
compartíamos la barbacoa reglamentaria del domingo. Hoy, 50 años después, basta una imagen, el pase de Xavi a Iniesta,
la pelota en los pies de Messi, para detonar el recuerdo de las tardes de
futbol con mi papá en el “Azteca”.
Somos nuestra historia. De ello no me cabe duda. Como también somos
nuestra decisiones de cambio, nuestras revoluciones internas o personales,
nuestro ejercicio de la libertad, nuestra imaginación.
Esta manía por la historia, por el recuerdo, desemboca irremediable de tiempo en tiempo en
alguna nostalgia, sin embargo es una realidad que estas imágenes, estas voces
de ayer, en particular en los momentos difíciles me han ayudado a recuperar o redefinir el
sentido de vida de este hombre que ahora soy.
Claro que hay nostalgias para todo. A esta edad, hay mucho que
rememorar. Rememoramos lo que recordamos, lo que sabemos está ahí, en el baúl
de las historias recordadas y las olvidadas (porque ero no faltan sorprendentes
asaltos a la razón cuando aparecen, de quién sabe dónde, recuerdos perdidos,
historias que creíamos olvidadas, nombres, lugares, rostros que no tenemos la
menor idea de dónde estaban y que nos regresan fragmentos, capítulos enteros de
nuestra historia). Rearmamos el rompecabezas. Nos rearmamos a nosotros mismos.
Reaparecen entonces, viejos amigos, noches que se despliegan ante
nuestros ojos recordándonos su existencia, canciones que musicalizaron nuestros
primeros amores (y los segundos , los
terceros, los cuartos), libros que despertaron nuestra primera imaginación,
conciencia o nuestra indignación.
Me doy cuenta, entonces, que en realidad no hay olvido. Hay cosas mal
acomodadas. Recuerdos que no sabíamos dónde los habíamos puesto, pero cualquier
día, cualquier tarde, como suele ser en nuestra cotidianidad, buscando otra
cosa, es que aparecen. Es entonces cuando nos asaltan 20, 30 años de nuestra
historia.
Es entonces que miramos las cosas desde cierta distancia, y la vida,
ese absurdo de horas y horas, parece cobrar sentido, aparece cierto orden. Algo
entendemos.
Algo.
Entiendo por qué no me saben igual los bisquets de ahora, que los que
comía en el café de Chinos de Álvaro
Obregón; por qué tiene su encanto el LP sobre
ituns; por qué el Atlante a las
12 de domingo en el Azteca; por qué la barbacoa en casa de la abuela Elena ;
por qué el mar de Veracruz y el café de La Parroquia no son sustituidos por el
mar de Ensenada; por que la Olivetti tiene ese ascendente sobre esta lap top.
Algo entiendo.
No entiendo los feminicidios;
la masacre ecológica; la depredación de la esperanza; la creciente
soledad humana; el cinismo de la clase
política; el desprestigio del amor; la
actual pobreza del espíritu humano; el exceso de ruido; la prisa por llegar a
ningún lado; esta premura por morirnos en vida.
Pero, qué quieren, sólo tengo 58 años, muy joven para entender estas
cosas; o demasiado viejo para acomodarme al cinismo.
Viene más vida por delante, el tiempo que viene será (como siempre) un
bello misterio tan indescifrable como absurdo,
que me tomará, uno nunca sabe, escribiendo, tomando un café o mirando
jugar al Barza.
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