La Tierra (Terra Diosa romana o
Gea, diosa griega de la feminidad y la
fecundidad) es un planeta. El tercero de un sistema solar que gira alrededor de
su única estrella — Ra, para los egipcios, Tonatiuh, para los aztecas, el Sol,
para nosotros — ; un sistema entre
los millones que forman la vía láctea: nuestra galaxia, que es también una
entre millones de galaxias que deambulan impasibles por el universo. Ese sí, hasta
donde sabemos, solo uno. Aunque hay que aclarar que cuando decimos “lo que sabemos es… “vaya hace solo quinientos años,
sosteníamos como una verdad imbatible, que esta tierra era plana, y el centro
de un universo que alegre giraba a
nuestro alrededor. Lo que muestra que esto de construir verdades imbatibles, no
se nos da.
Nuestro Tlaltipac (así le
decían los aztecas, a esta tierra donde nada es eterno) vista desde lejos, no
es sino una arenita azul, que da vueltas sobre sí misma, como una canica que
rueda indiferente a quien una vez jugó con ella.
La Tierra se formó hace
aproximadamente 4,550 millones de años y la vida surgió unos mil millones de
años después. Es el hogar de millones de especies, incluyéndonos (los Hommo sapiens que tenemos, dicho sea de
paso, poco menos de 300 000 años de deambular por Gea. Así que es cierto, fuimos los últimos en
aparecer, al menos, hasta ahora). Hay que aclarar que muchas especies ya no nos
acompañan, como los Dinosaurios, los Tigres dientes de sable y los pájaros Dodo
(“Dios los tenga en su santa gloria”, diría mi abuela Elena). Quien esto escribe
es un Homo sapiens, única especie
conocida sobreviviente del género, después de la desaparición de muchos otros
Homo, entre ellos nuestros queridos los primos, los Homo Neanderthales - con quienes, la verdad,
no nos llevábamos mucho- a
quienes nos vemos desde hace más o menos 28 000 años.
Gea es nuestra casa, una casa
viajera en medio de una noche silente, creciente, incalculable. Una noche ajena
al tiempo, a sus breves luces, a sus inasibles oscuridades. Un océano negro que poco - si es que algo-
sabe de las infinitas arenitas, que lo
recorren: oscuras, luminosas, frías, ardientes, de
colores, como la nuestra, que desde lejos se mira azul.
Nuestra tierra, aquí abajo, está llena de misterios y apariencias. Nos
parece plana, pero no lo és. Parece quieta, pero se mueve – todo en ella, se
mueve-. Parece una tierra inmensa, pero casi toda es agua. Los colores del
cielo –salvo el de la noche- siempre son
engañosos. Nada en ella es lo que parece.
Gea, nuestra arenita azul gira, gira, porque el principio fue el movimiento y el movimiento
es el lenguaje común de la vida, tanto
en los rincones cuánticos como en los rincones impalpables del macro cosmos. Nosotros mismos,
como el aire, el agua, el fuego, desde que somos tocados por la vida, no
hacemos otra cosa, sino movernos
Nuestra interacción con Gea es
extraña. La verdad, ha vivido lo suficientemente sin los Homos (sin dinosaurios, ni pájaros dodo),
para saber que no necesita de nosotros. Aunque lo cierto es que quizá nosotros
no sobrevivamos sin ella.
Lo cierto (no diré: lo único
cierto, ya sabemos que esto de nuestras verdades únicas) es que Viajamos, gea y nosotros, sumergidos en la misma
noche, siguiendo la ruta invisible que
el universo para nosotros, ha trazado.
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