Se despierta a media noche, con la sensación
de haber tenido una pesadilla; pero no logra recordar su sueño. Sí
reconoce una suerte de ansiedad que se escurre de su cuerpo. Se sienta en el
borde de la cama, parece meditar pero no lo hace. Prende la lámpara de su buró.
Bruscamente, así lo miraría alguien que lo observara, aunque de hecho está solo
en la habitación, se pone de pie. Busca una hoja y una pluma donde escribir. No
hay prisa, sólo una suerte de
determinación. La pluma la encuentra en la bolsa interior del saco que usó el
día anterior y la hoja la toma de una libreta que tiene en un cajón de su escritorio. Sin pensarlo
demasiado, escribe de corrido, una , dos , tres, cuatro, cinco, seis, siete,
ocho, nueve palabras. Lee lo que ha escrito. Sigue escribiendo, diez, once, doce,
trece, catorce, quince…veinte palabras.
Lee ahora la veinte palabras. Lo hace con cuidado, sin saltarse una
sola. Al llegar al final, tacha, rayonea, dos o tres, quizá, cuatro, no es
posible saberlo. Escribe alguna o
algunas más. Vuelve a leer. Algo que parece
el rastro de una sonrisa desaparece de su rostro. Finalmente toma la hoja, la
rompe en dos, cuatro, ocho pedazos y la tira al bote de la basura que está en
su cuarto. Vuelve entonces a la cama. La ansiedad se ha ido, nada gotea de su
cuerpo. Apaga la luz de su lámpara, se acuesta y vuelve a dormir.
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