4. Mi abuela paterna.
María Elena Spínola era una mujer blanca como la espuma del mar caribe, de ojos
verdes, como esmeraldas recién nacidas, dignamente
solemne, criolla de segunda generación, defensora furibunda de la herencia dinástica hispana que juraba
llevaba en su sangre. A la menor
provocación contaba y recontaba la historia que la hacía hija y heredera de la familia del Marqués de
Spínola. El nombre que los nietos teníamos que conocer (y recordar) era:
Ambrosio de Spínola, Marqués. Resulta que nuestro antepasado (mucho más de ella
que nuestro. Los nietos ya no tenemos el apellido histórico) fue el General del
ejército Español, responsable de la victoria de la monarquía hispana sobre Breda (1625), defendida por Justino de
Nassau, de la casa de Orange. Diego Velázquez en su obra “Las Lanzas, o La
rendición de Breda” representa con realismo el momento en que al general
Spínola le entregan las llaves de la
ciudad vencida. En fin, nuestra abuela insistió hasta el cansancio que ese fue
el momento fundante de nuestra estirpe
real.
Debo decir que sus nietos nos dividíamos entre quienes asumían
ser parte de esa dinastía y quienes creían que esa historia (como muchas otras)
formaban parte de los delirios de grandeza de una familia española (la Spínola)
venida a menos al mudarse a las américas en algún momento del siglo XIX. Nunca
supimos la verdad (si es que hay una verdad en medio de las historias de
familia).
Lo que es un hecho es que la Abuela, nacida en la península
de Yucatán, en una fecha que siempre fue un misterio, vivió toda su vida como Carlota en México, como una reina en el exilio.
La historia dice que,
porque se le dio la gana (y porque al parecer había una historia de amores controvertidos), se fugó adolescente de casa de sus padres herederos de la nobleza hispana, radicados en
Campeche, y terminó viviendo en
Veracruz. Fue ahí, en la ciudad propia
de cadencia marina y de vientos del norte, donde profundizó
en su amor por el mar del Golfo, por el
café recién hecho, por la brisa húmeda vespertina, y por las caminatas
nocturnas frente al mar y donde consolidó su amor controvertido.
Al paso de los años no hubo un solo hijo, ni un hijo de sus
cinco hijos que se escapara de los embrujos veracruzanos: el café de Huatulco; el Chilpachole de
Camarón; de las Gordas, las negras y las
picadas; el sonido del mar en medio de
la noche; de la nieve de guanábana, ni de las caminatas nocturnas por el
malecón.
Fue en Veracruz donde hizo vida, hasta que después de tener
a sus hijos (por razones siempre
innombrables), se separó del padre de
cuatro chamacos y mi tía María Elena. Desde entones vivió como madre soltera,
borrando de los anales de la familia (de
una vez y para siempre) la historia del
abuelo Eugenio del que solo supimos su nombre, y nunca la ruta que tomó del
exilio familiar. Entre sus
sobrevivientes, por años se rumoró su nombre a voz baja, hasta cuando
nombrábamos al tío Eugenio, que recibió como única herencia del padre en fuga
permanente, su nombre. El destino final del hombre que se casó con una Spínola fue y será un
misterio para los nietos. Mi abuela tenía una filosofía de la vida que resumía
en frases de un solo renglón. No salía de su casa sin guardar un pañuelo bajo
la manga de su vestido, y nos decía: “por si se ofrece llorar”, mientras que
para definir los temas tabú en la familia: “de esas cosas, no se habla”. Y
todos sabíamos, que entre las cosas de las que no se hablaba, el
primer lugar de la lista, lo ocupaba mi abuelo.
La abuela Elena, cuando crecieron sus hijos cambió de
residencia a la ciudad de México, luego al Estado de México, pero al paso de
los años, su querencia marítima la llevó a volver a hacer vida en la ciudad en cuya entrada
había una pared que decía en letras visibles a la distancia: “Solo Veracruz es bello”.
Durante mis primeros 25 años de vida (hace 13 años que cumplí mis segundos 25), no pasó uno solo
sin que, primero en familia y luego por mi cuenta, viajara a Veracruz. Semana Santa,
vacaciones de verano, de diciembre
fueron oportunidades que aprovechábamos para volver a la ciudad de las
querencias de mi abuela y de mi padre.
Mi romance con el café, el gusto por el mar y su vaivén, la luna roja naciendo del
horizonte, tienen un origen: Veracruz.
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