domingo, enero 13, 2019

LA ABUELA ELENA


4. Mi abuela paterna. 

María Elena Spínola era una mujer  blanca como la espuma del mar caribe, de ojos verdes, como esmeraldas recién nacidas,  dignamente solemne, criolla de segunda generación, defensora furibunda de la herencia dinástica hispana que juraba llevaba en su sangre.  A la menor provocación contaba y recontaba la historia que la hacía hija  y heredera de la familia del Marqués de Spínola. El nombre que los nietos teníamos que conocer (y recordar) era: Ambrosio de Spínola, Marqués. Resulta que nuestro antepasado (mucho más de ella que nuestro. Los nietos ya no tenemos el apellido histórico) fue el General del ejército Español, responsable de la victoria de la monarquía hispana  sobre Breda (1625), defendida por Justino de Nassau, de la casa de Orange. Diego Velázquez en su obra “Las Lanzas, o La rendición de Breda” representa con realismo el momento en que al general Spínola le entregan  las llaves de la ciudad vencida. En fin, nuestra abuela insistió hasta el cansancio que ese fue el  momento fundante de nuestra estirpe real.

Debo decir que sus nietos nos dividíamos entre quienes asumían ser parte de esa dinastía y quienes creían que esa historia (como muchas otras) formaban parte de los delirios de grandeza de una familia española (la Spínola) venida a menos al mudarse a las américas en algún momento del siglo XIX. Nunca supimos la verdad (si es que hay una verdad en medio de las historias de familia).
Lo que es un hecho es que la Abuela, nacida en la península de Yucatán, en una fecha que siempre fue un misterio, vivió toda su vida  como Carlota en México, como  una  reina en el exilio.

La historia  dice que, porque se le dio la gana (y porque al parecer había una historia  de amores controvertidos),  se fugó adolescente de casa de sus padres  herederos de la nobleza hispana, radicados en Campeche, y terminó viviendo  en Veracruz. Fue ahí,  en la ciudad propia de cadencia marina y de vientos del norte,   donde profundizó en su amor por el mar del Golfo,  por el café recién hecho, por la brisa húmeda vespertina, y por las caminatas nocturnas frente al mar y donde consolidó su amor controvertido.

Al paso de los años no hubo un solo hijo, ni un hijo de sus cinco hijos que se escapara de los embrujos veracruzanos: el   café de Huatulco; el Chilpachole de Camarón;  de las Gordas, las negras y las picadas;  el sonido del mar en medio de la noche; de la nieve de guanábana, ni de las caminatas nocturnas por el malecón.

Fue en Veracruz donde hizo vida, hasta que después de tener a sus  hijos (por razones siempre innombrables), se separó  del padre de cuatro chamacos y mi tía María Elena. Desde entones vivió como madre soltera, borrando  de los anales de la familia (de una vez y para siempre)  la historia del abuelo Eugenio del que solo supimos su nombre, y nunca la ruta que tomó del exilio familiar.  Entre sus sobrevivientes, por años se rumoró su nombre a voz baja, hasta cuando nombrábamos al tío Eugenio, que recibió como única herencia del padre en fuga permanente, su nombre. El destino final del hombre que se casó con una Spínola  fue y será   un misterio para los nietos. Mi abuela tenía una filosofía de la vida que resumía en frases de un solo renglón. No salía de su casa sin guardar un pañuelo bajo la manga de su vestido, y nos decía: “por si se ofrece llorar”, mientras que para definir los temas tabú en la familia: “de esas cosas, no se habla”. Y todos sabíamos, que entre las cosas de las que no se hablaba,  el  primer lugar de la lista, lo ocupaba mi abuelo.

La abuela Elena, cuando crecieron sus hijos cambió de residencia a la ciudad de México, luego al Estado de México, pero al paso de los años, su querencia marítima la llevó a volver  a hacer vida en la ciudad en cuya entrada había una pared que decía en letras visibles a la distancia:  “Solo Veracruz es bello”.
   
Durante mis primeros 25 años de vida (hace 13 años  que cumplí mis segundos 25), no pasó uno solo sin que, primero en familia y luego por mi cuenta,  viajara a Veracruz. Semana Santa, vacaciones  de verano, de diciembre fueron oportunidades que aprovechábamos para volver a la ciudad de las querencias de mi abuela y de mi padre.

Mi romance con el café, el gusto por el  mar y su vaivén, la luna roja naciendo del horizonte,   tienen un origen: Veracruz.

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